Ana Samboal
06/11/2018, 01:11
Tue, 06 Nov 2018 01:11:41 +0100
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El poder deja huella en las personas que lo ostentan. Nos ha ocurrido a todos, desde el padre de familia, pasando por el presidente de la comunidad de vecinos o el ministro de turno. Se reciben los atributos del mando con respeto, pero también con ilusión por cambiar para mejor, según nuestro particular criterio, la pequeña parcela de actividad humana que se nos encomienda. Los primeros pasos suelen ser torpes, pero, a medida que tomamos el control de los resortes que nos permiten ejercer la autoridad hasta las últimas consecuencias, nos vamos sintiendo seguros. Hasta que llega el momento en que, por una razón u otra, se nos va de las manos. El que no se pavonea innecesariamente, se equivoca o abusa de sus prerrogativas. Hasta el progenitor más ecuánime yerra alguna vez con su prole. Y ahí es donde se demuestra la grandeza del ser humano que encarna el poder, en la capacidad de rectificar o, lo que es más difícil, de pedir disculpas en vez de empecinarse en el error.